Revelación del bosque



Los álamos nevados nos confiesan una realidad perceptible tan solo a los observadores del tiempo: 

los cuerpos se deshacen. Se deshacen las manos del panadero; se deshace el corazón del bombero; se deshace la cintura de la avispa; se deshace la ilusión de la mujer; se deshacen las botas de goma de las niñas que saltan y gritan sobre los charcos; se deshace la zanahoria del muñeco de nieve. 


La vida se deshace como el sombrero que hemos perdido. No recordamos cómo fue, tan solo nos queda la certeza de su ausencia y el cabello al viento sin fieltro ni lana que lo cubra. 

A veces, paseamos por la calma de un lago y vemos la nieve cercana de los Pirineos. Observamos cómo el caballo se detiene a nuestro paso, nos acordamos de la boina fucsia de nuestra adolescencia. Los árboles, desde la quietud del sol de invierno, nos confiesan que ya no hay boina, ni muñeco de nieve con nariz de zanahoria, que las botas andan olvidadas sin niñas que bailan sobre el agua, que la ilusión y la mujer no son tanto fuego como para reclamar a los bomberos en el poema, que el pan es de panificadora y los cuerpos a lo largo de la historia se suceden unos a otros. La vida es una cadena que precisa del desvanecimiento de los cuerpos para seguir su propio pulso. Caen una y otra vez los cuerpos como fichas de dominó, y la vida continua. Todo esto lo saben los álamos nevados y los cúmulo nimbos de uno lado y del otro de los Pirineos. No hay lágrimas para tanta certeza, la intensidad del momento brilla y es en el proceso cuando los cuerpos colmados de luz y sombra deshacen la máscara de lo que llamamos persona. 

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